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Collar de ebanita

Ubicación: Sala 5. Romanticismo (1833-1868)
Cronología: 1860

En los procesos de duelo las mujeres, como depositarias de la honorabilidad familiar, han ostentado un rol de notable trascendencia social en España hasta la segunda mitad del siglo XX.
La reglamentación legislativa del luto se inicia con la aprobación de un conjunto de leyes y reglamentos dispuestos por los Reyes Católicos en el siglo XVI. A raíz de la muerte del príncipe Juan en 1497, y debido a una serie de sucesos funestos acaecidos en la corte, los Reyes Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla aprobaron la Pragmática de Luto y Cera por la que el luto debía representarse simbólicamente mediante el uso de una indumentaria de color negro.
La elección del color negro como exteriorización de la muerte se debe a que es el color de la noche, la oscuridad, el misterio y lo tétrico. La muerte sumía a los familiares del finado en un estado de tristeza que socialmente se manifestaba en la adopción de unos rituales que afectaban a la indumentaria, la vida social y a las manifestaciones de religiosidad. El luto no sólo consistía sólo en vestir una indumentaria negra sino, además, en la interiorización de actitudes y prácticas dirigidas a mostrar públicamente el dolor de la pérdida.
Los rituales y símbolos que acompañaban el duelo eran más rígidos para las mujeres que para los hombres porque históricamente todos los asuntos morales, maternales y domésticos recaían en las mujeres de manera exclusiva. La reglamentación del proceso de duelo variaba dependiendo del grado de consanguineidad de las mujeres con el finado siendo especialmente riguroso el luto por viudedad. Durante el primer año de luto, las viudas debían permanecer recluidas en una habitación tapizada de negro en la que no penetraba el sol. Después, pasaban a una habitación de tonos claros pero desprovista de decoración en paredes y mobiliario. Las viudas renunciaban a la vida social y adoptaban una indumentaria ennegrecida mediante el uso de tintes durante un periodo que podía durar desde un mínimo de cinco años hasta toda la vida si así lo decidía la familia. Enrique Casas describe en estos términos la indumentaria de las mujeres viudas del siglo XVII:
“Negra toca, negro vestido, negra la batista que caía más abajo de las rodillas, negra la muselina que circundaba el rostro y le cubría la garganta, ocultando la cabellera; negro el manto de tafetán que hasta los pies le tapaba; negro el sombrero de anchas alas, sujeto a la barbilla con cintas de seda negras” (CASAS, 1947).
La severidad del duelo era de tal calibre que ya en el siglo XVIII Felipe V definió una nueva pragmática más flexible (1729) aunque se insistió en la reglamentación exhaustiva de todas los rituales ligados al duelo; una reglamentación que determinaba incluso el número de velas que había de encenderse alrededor de la cama mortuoria (ocho) y las telas que debían utilizarse en la confección de la indumentaria enlutada.
Los cánones del decoro del siglo XIX exigían que las mujeres enlutadas vistieran vestidos de bombacina, un tejido mate que mezclaba lana y seda, con velos de crespón negro. Los complementos como el abanico, los pendientes, el bolso, los zapatos y los collares debían ser de esa tonalidad. Tras el periodo de duelo, se iniciaba el llamado “alivio” o “medio luto”, periodo en el que se abandona el luto riguroso y se permitía el uso progresivo de prendas de color gris, blanco o morado y pequeños elementos decorativos. Durante la primera fase del luto si el difunto pertenecía a una familia acaudalada, la viuda debía disponer el uso de caballos y carruajes negros, vestir al servicio doméstico con libreas negras y teñir de las cortinas y el servicio de mesa.
Las únicas joyas que se podían llevar durante el luto eran el azabache, la amatista y el ónice por tratarse de piedras oscuras. Esta norma del decoro contrasta con periodos anteriores, sobre todo entre los años 1840-1860 en los que se puso de moda lucir collares, pendientes, pulseras, colgantes y todo tipo de recuerdos realizados con pelo del difunto. La pieza seleccionada para ilustrar la indumentaria enlutada de las mujeres en el siglo XIX es un collar de ebonita compuesto por eslabones circulares de diferentes tamaños unidos en una sarta. Del collar pende un portarretratos abridero que en el anverso muestra un cestillo con frutas y alrededor una orla de racimos de uvas y hojas de parra.
La ebonita es un compuesto que se utilizaba en joyería para imitar el azabache, piedra cuyo elevado precio lo convertía en un accesorio de lujo. A finales del siglo XIX la ebonita convivió con un nuevo elemento confeccionado en vidrio negro de excelente calidad denominado “azabache francés” que compitieron en el mercado como sustitutos del azabache. La elaboración de los accesorios de ebonita se caracterizaba por el uso de moldes en su proceso de fabricación que facilitó la rápida comercialización de las piezas frente a la talla manual del azabache. A diferencia de éste, la ebonita presenta un acabado mate y es frecuente la transformación de su primitivo color negro en marrón debido a la exposición solar.
Las piezas de ebonita, ya fueran collares, alfileres, broches, pulseras etc., se ornamentaban fundamentalmente con elementos de carácter religioso (cruces, anclas y palmeras) y de tipo floral y vegetal que contenían una fuerte carga simbólica vinculada a la muerte. Por ejemplo, el uso de una rosa cortada es una alusión a la muerte, un capullo representa la muerte de un niño o una flor abierta por completo simboliza la muerte de un adulto.