Vestido de novia de Julia Herce

Ubicación: Sala 1. Ver y Conservar

Cronología: 1902

A lo largo de la Historia el vestido de novia ha experimentado una gran diversidad de formas, colores y estilos de acuerdo a los ideales de feminidad vigentes en cada etapa histórica. En Europa, pese a que los valores morales asociados al matrimonio son distintos en cada momento histórico, se registra un rasgo común que se mantiene desde la antigua Grecia y que se agudiza tras la expansión del cristianismo: la persistencia de la fertilidad y pureza como rasgos indispensables de las novias.

Diseñado para un momento fugaz y único, a lo largo del tiempo ha recibido la influencia de los vertiginosos cambios sociales. Ya en la antigua Roma los vestidos nupciales eran un elemento destacado en el ritual religioso. Las novias vestían un vestido-túnica de color blanco en homenaje a Himeneo, dios de la fertilidad y el matrimonio. La túnica estaba cerrada por el nudo de Hércules, un nudo contra el mal de ojo que sólo podía ser desatado por el novio, y se cubría con un manto de color azafrán. Las novias se recogían el cabello en seis trenzas, en honor a las vírgenes vestales, coronadas con una circunferencia de flores de lis, trigo, romero y mirto que simboliza la pureza, la fertilidad, la virilidad y una larga vida. La corona de flores cumplía la función de  sujetar un velo de color rojo rubí, naranja o amarillo que cubría la frente y que simbolizaba el fuego de Vesta, la diosa del hogar, que debía ser retirado al día siguiente de la consumación del matrimonio.

En la Europa medieval y renacentista, el vestido de novia era típicamente rojo, como símbolo del amor pasional y de la fecundidad, y quienes se lo podían permitir elaboraban sus trajes con materiales nobles como el terciopelo, brocados y damascos. La cola en el vestido de novia sólo aparece en el siglo XVI como un símbolo de poder y prestigio: la longitud de la cola era una manifestación visual del estatus social de la familia de la novia.

En el siglo XVII, y en medio de profundas divisiones religiosas, las ceremonias nupciales se vuelven más íntimas y se envuelven de un complejo simbolismo marcado por el prestigio y riqueza familiar en los que la suntuosidad del traje de novia y la dote se convierten en los elementos centrales del enlace. Esta situación se matiza en el siglo XVIII tras el triunfo de la Revolución Francesa. Los nuevos ideales revolucionarios relegan a un segundo plano el barroquismo a favor de la llamada línea imperio que impulsa  Josefina Bonaparte: un vestido de corte alto, por encima del corsé, y una caída suave en la parte inferior que ensalza el pecho en lugar de las caderas y el abdomen. 

Posteriormente, en 1840, la reina Victoria dio un giro a la moda y popularizó un estilo que lleva su mismo nombre, estilo Victoria, que consiste en una blusa ajustada a la cintura y una falda con larga cola. Fue precisamente la reina Victoria quien rompió la tradición cromática de la indumentaria nupcial con el uso de un vestido blanco en lugar de los tonos plateados y rojizos. Su vestido estaba bordado en blanco con flores de color naranja. El blanco se popularizó rápidamente y adquirió un nuevo significado religioso cuando en 1854 la Iglesia Católica reconoció el dogma de la Inmaculada Concepción y convirtió el blanco en un símbolo de pureza.

 

La reina Victoria vestida con el traje de novia (1840)

La reina Victoria vestida con el traje de novia (1840)

 

En 1890, la moral victoriana impulsa el estereotipo de la mujer modesta, piadosa y sumisa. La moda nupcial se hace eco de los nuevos valores e impone una estética en la que los vestidos cubren la práctica totalidad del cuerpo femenino.  Surgen vestidos de cuello alto y manga larga que incluso llegar a cubrir las manos de la novia. El velo se convierte en un elemento indispensable y las faldas adquieren una caída acampanada que oculta la silueta.

La Belle Époque fue una época de ostentación y extravagancia. La forma de los vestidos de novia de esta época buscaba realzar el busto,  abultar la parte posterior de la falda y trazar un cuerpo en forma de “S” gracias a unos ajustados corsés. Así, del atuendo artificioso del siglo anterior se pasa a una expresión más estilizada del cuerpo femenino. La ruptura definitiva del estilo victoriano se produce en 1910 con la llegada del orientalismo y del nuevo siglo. Se desea romper con las líneas rígidas de la época Victoriana, no sólo en las voluptuosas formas de los vestidos sino también en los tejidos, que se vuelven más ligeros, vaporosos y sugerentes.

En las dos primeras décadas del siglo XX, se populariza el color blanco en el vestido de novia, aunque el negro se mantiene vinculado a los lutos, a las clases más populares y una burguesía rural  de profesionales. En los años treinta del siglo XX se estableció el vestido de novia vigente en la actualidad, traje blanco con velo y un ramo de flores, adaptado a los vertiginosos cambios familiares, sociales y tecnológicos que liberaron a la mujer del corsé, las faldas armadas y otras opresiones. Desde entonces sólo entre las dos guerras mundiales la moda nupcial sufrió una simplificación en el vestuario. Las dificultades derivadas de las guerras originaron un acortamiento de las faldas y la supresión de todos los elementos decorativos.

El vestido de novia seleccionado está confeccionado en dos piezas, cuerpo y falda, ejemplifica la generalización del blanco como color nupcial a principios del siglo XX: la línea del traje forma una S, con hombros caídos, cuello alto, cuerpo ablusado con mangas exteriores en forma de pagoda, falda pegada a la cadera y cola. En la cinturilla interior del cuerpo aparece el nombre "Julia de Herce" modista muy activa en Madrid desde la década de los noventa del siglo XIX hasta el primer tercio del siglo XX.

diseño y desarrollo Artefinal Studio